miércoles, 7 de octubre de 2009

LA VIDA SECRETA DE LOS LIBROS




M. Fernanda G.M.

La vida secreta de los libros
(Quién de los dos ha cambiado)


Siempre he sabido que los libros tenían vida propia.

Desde pequeña me acostumbré a diferenciar entre los que se amontonaban en las estanterías; estaban los nerviosos, tímidos o asustadizos y también aquéllos otros más bravucones, que observaban desde lo alto en actitud retadora.
Pero hace ya algún tiempo que me anda rondando una idea. Una hipótesis literariamente irresistible, y que es ésta: los libros, al igual que nosotros, son capaces de experimentar cambios de humor.

Intentaré explicarme.
Cuando se lee un libro por vez primera, la impresión general que se obtenga determinará el cajón de la mente en el que se ubicará, así como la “calificación”, por llamarlo de alguna manera, que se le asigne. Se confecciona de ese modo una especie de ficha que quedará archivada en el cerebro para futuras consultas. El perfil del libro, por tanto, puede oscilar entre el “bueno”, “mediocre”, “me gustó y no sé por qué” o directamente ir a parar al “menudo peñazo”.

Eso es así.

Pero muchas veces, a lo largo de los años, la vida nos pone ante la relectura de una obra y, hete aquí que casi nunca el resultado coincide con la expectativa. Si uno imaginaba que una segunda lectura de un libro que fue devorado con avaricia nos ofrecerá, si no idéntica sensación, al menos algo que se parezca, suele suceder que al cerrarlo tras la última frase sobreviene una especie de pasmo del que se intenta salir preguntando “¿pero cómo pude tragarme esto y que además me gustara? Debe ser que confundo los recuerdos”.
O lo contrario; un libro que circuló sin pena ni gloria en su día se transmuta en una reveladora y deslumbrante lectura ante la que no cabe sino interrogarse “¿cómo es posible que no me acordara de esta maravilla? Debe ser que confundo los recuerdos”.

Pues no, no se trata de eso, o al menos esa es la conclusión a la que he acabado llegando. Tampoco el origen de la confusión reside totalmente en el hecho de que yo, lectora, haya cambiado durante el tiempo transcurrido –a pesar de mi firme creencia en la progresión/regresión constante a la que se ve sometido el ser humano –lo que se me había pasado por alto es otra cosa; la posibilidad de que fuera él, el propio libro, quien realmente hubiera cambiado.

Ya se apuntaba más arriba que los libros tienen vida propia. Bien, una de las secuelas de esa circunstancia pudiera ser que los libros, determinados libros (no todos, cierto, los hay bastante insípidos, con la misma emoción de una vaca rumiando), evolucionen a lo largo de su existencia y dependiendo del momento en que se los pille muestren una cara u otra. Como los humanos, al fin.
Esa evolución es muy probable que venga determinada por la vida que cada uno ha llevado, por las manos por las que ha pasado y las situaciones que le ha tocado atravesar.

Mi inconmensurable amor por los libros no ha impedido acciones contra ellos rayanas en los malos tratos. No con todos, obviamente; como las personas, de nuevo, hay libros que marcan distancias, con los que uno no se atrevería nunca a según qué cosas.
Adoro los libros, me gusta todo de ellos, su olor, su forma, su roce, su textura… pero eso no me impide subrayarlos sin piedad, utilizarlos como improvisada agenda donde anotar teléfonos y direcciones o despedazar alguna página en determinado momento.
Recuerdo una ocasión en la que, tras la lectura –la primera de muchas –de Rayuela, debí sentirme muy innovadora y creativa yo también y entregándome, como en la novela de Wallace a “algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer” me dediqué a arrancar las hojas de una desamparada novela/mártir de cuyo nombre no guardo memoria a medida que la iba leyendo. Como suele suceder, mientras duró la orgía mutiladora lo pasé en grande pero más tarde, la resaca me dejó un infinito sentimiento de vacío y culpa difícil de sobrellevar.
Ni qué decir tiene que abandoné para siempre mis ínfulas creativo-innovadoras al estilo Cortázar.

Borges escribió una vez que cualquier destino “por largo y complicado que sea” consta en realidad de un solo momento: aquél en el que uno sabe para siempre quién es.
No creo que exista una definición que se adapte mejor al concepto de eternidad.

Entonces, y volviendo otra vez al inicio de este escrito, dada la característica de “vivo” que se podría atribuir a cualquier libro, no es pues una locura pensar que también él se dedique a lo que todo ser vivo viene haciendo a lo largo de su existencia, es decir, buscarse a sí mismo. ¿No cabría entonces la posibilidad de encontrar un libro diferente en función del momento-búsqueda en que éste se halle?

Pues así fue como, llegado este punto, comencé a mirar con ojos distintos los libros que tengo en casa: rezongones, divertidos, pícaros, taimados, aburridos, juiciosos… todos ellos respondiendo a mi mirada de manera cómplice, en ese preciso instante del tiempo.

Me pregunto si usted, lector de este humilde texto en este exacto momento de su vida (la de ambos, la del escrito y la suya propia) encontrará alguna razón que le impida inducir o deducir una mínima posibilidad de éxito al argumento que aquí se expuso.

Porque lo que es yo, no he podido.

lunes, 5 de octubre de 2009

ACRÓSTICO DEDICADO A VALLESECO

Vereditas alegres
Al amor de los
Lomos, con ecos de timple
Lira parrandera
Entre manzanos de
Suave aroma
Estás rodeado de
Campos verdes
Olor a vida, pueblo adoptivo

Un avión me dejó en Las Palmas, después de peregrinar por la isla, una guagua me dejó en Valleseco, féliz momento.
Pueblo tranquilo, de gente amable, de franqueza clara, nunca me he sentido extranjero.
Mientras mis hermanos mueren a veinte metros de la orilla, donde el mar ahoga sus ilusiones y sus vidas, yo he vuelto a nacer en Valleseco.
Trabajo, amigos y pan no me ha faltado, tengo aquí una familia, los Ponce Herrera que Dios los bendiga.
He conocido personajes como Gustavo el negro, aquel honesto y francote que demostraba su afecto con guantazos, me sumo al homenaje en su honor, que el Altísimo lo tenga en su gloria.
Que este pueblo, fluya al mundo, que sus hijos sean numerosos como los granos de maíz.


Fabián Yépez Murillo